El lenguaje del consumo

Daniel Barreto

El discurso dominante no para de repetirlo: para salir de la crisis hay que incentivar el consumo. En los márgenes quedan algunas preguntas tan obvias como necesarias: ¿debo consumir incluso lo que no necesito para que el sistema marche bien? ¿No está unida la ficción de la felicidad como consumo con la de acumulación ilimitada? Defender el consumo infinito de lo superfluo, ¿no implica consagrar de nuevo el sistema económico que generó la crisis y que pone en peligro ecológico al planeta? El discurso que ve en el consumo la salvación demuestra no haber aprendido ninguna lección de la crisis económica, mejor dicho, la crisis socio-ecológica que le es consustancial.

Y, sin embargo, los datos económicos no bastan para comprender la sociedad de consumo, el sistema de comunicación que articula el hecho social de consumir. Si aspiramos a proponer alternativas políticas a un sistema económico al que «casi le sobra la sociedad» (Alba Rico), pues sólo la necesita como capital humano, hay que comprender a fondo cuál es la función del consumo en nuestro día a día. El libro de Jean Baudrillard (1927-2007), La sociedad de consumo, que acaba de reeditar Siglo XXI, es una referencia ineludible en ese sentido. Obra esencial en la sociología del siglo XX, el análisis de Baudrillard intenta desmitificar tanto la comprensión espontánea que tenemos del consumo como las teorías normalmente aceptadas sobre éste. La visión cotidiana opina que compramos lo que individualmente nos «gusta» o «nos hace falta». La teoría clásica enseñaba que el consumo obedece a la simple satisfacción de necesidades. La producción se movería en función de las necesidades que individuos libres deben satisfacer en el mercado. Galbraith problematizó este análisis, proponiendo la visión que hoy se suele tener en los sectores críticos. El capitalismo es una gran maquinaria de producción de lo superfluo a través de la manipulación y la publicidad. Como consumidores somos «engañados» y tomamos por necesario lo absolutamente intrascendente para nuestra vida.

Pues bien, Baudrillard tiene una comprensión bastante crítica de las posturas «clásicas». El consumo sería ante todo un sistema, una estructura social. El sentido primordial de consumir un objeto no sería servirse de su valor de uso, sino emitir un mensaje, articular un código. La mercancía se convierte en signo. La elección de objetos está en función de su significado en los escalafones de la jerarquía social. Dicho de otro modo, el objeto adquirido expresa el lugar que ocupa el individuo en la división social. La distinción y el privilegio, la obtención de marcas de clase, sería el motor primordial que impulsaría al consumo en la sociedad capitalista. Un ejemplo evidente es el coche, su tremendo valor simbólico, que oscurece el valor de uso. La publicidad dedicada al automóvil lo deja claro. No compramos tal o cual coche, sino una determinada posición social que guarda relaciones con otros estratos a los que corresponden otros automóviles menos «auráticos».

Según Baudrillard, cada objeto-mercancía está en relación estructural con todos los demás. Articulados entre sí, forman un código. Determinadas marcas adquieren el carácter de fetiche, casi en sentido religioso. La expansión de la forma mercancía no puede separarse de esta ampliación de la exclusión social a través de los privilegios de consumo. El arte también recibe esta agresión, pierde el sentido estético autónomo y se convierte en una marca de distinción. El contenido es sustituido por la superficie del fetiche. Por eso la supuesta «sociedad de la abundancia» necesita lo selecto y escaso, producir objetos a los que sólo unos pocos pueden aspirar. Ésa es su lógica más propia. Lógica antidemocrática. La presunta «sociedad de la abundancia» vive de promover restricciones en el acceso a los objetos.

Baudrillard explica cómo la invasión del objeto-mercancía alcanza también a los cuerpos. Éstos se convierten en superficie donde volver a incrustar, como si fuese un traje, las marcas de la distinción, de la superioridad social. El significado del erotismo y de la delgadez sobre las pasarelas también adquiere significado en relación con el sistema de los objetos.

Después de La sociedad de consumo, el itinerario de Baudrillard se adentró en un escepticismo nihilista y funcional al sistema. La dictadura del brillo seductor del objeto en el escaparate del centro comercial acabaría engullendo lo real en un puro lenguaje de signos. Los centros comerciales suplantan a las ciudades. El capitalismo aparece como nihilismo. Ahora bien, no compartir las consecuencias de los análisis de Baudrillard no debería hacer perder la oportunidad de rescatar elementos de su teoría para comprender y cuestionar, desde la izquierda social, la dimensión simbólica del consumo. Salir de la crisis económica no debería significar otra vuelta de tuerca en la sociedad de consumo y sus mitos, que sustituye las relaciones humanas por la universalización de la forma mercancía. La alternativa sería, como apuntan Jorge Riechmann o Carlos Taibo, verdaderas éticas de autosuficiencia, producción limpia y disminución del consumo. Crear espacios fuera de la lógica de la mercancía también significa promover relaciones humanas que no se basen en la reproducción de las jerarquías sociales, sino en formas nuevas de democracia verdaderamente igualitaria.

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