La primera vez que vi “El grito” en el Museo Rodin de Paris me impresionó tremendamente. Estuve largo tiempo contemplándolo y rodeándolo. Era como un chorro de sonido que salía por el canal de la garganta ante el cual nadie se podría sentir impasible.
Al ver las imágenes de Haití he sentido la misma sensación y me ha parecido que un grito desgarrador ha taladrado la tierra entera. Pero este grito ha sido como una trompeta apocalíptica en la que ha resonado todo el dolor acumulado en las montañas de cuerpos, pies, brazos de niños, ancianos y amasijos de carne sin edad. Pero lo más que se ha de clavar en nuestra conciencia es que ese grito conduce a otro grito que durante muchos años ha estado apagado en millones de gargantas retorcidas por el hambre y la miseria. El grito de Haití nos pone en carne viva no sólo el dolor de estos días, sino el dolor que estaba oculto, detrás de esa masacre y que seguirá cuando se recojan los cadáveres, se entierren los muertos y los escombros se conviertan en guaridas de ratones. Es el grito que tiene que despertarnos frente a los millones de personas que mueren de hambre entre las que Haití es el exponente máximo en el mundo entero. Los millones de moribundos que se arrastran por las tierras africanas, los miles de emigrantes que pasan a ser carnaza para los peces en el fondo de los océanos, los amplios sectores que están bajo el temor permanente de las armas, los millones de ojos que miran a nuestras mesas abundantes desde el chaplón de la puerta, como le sucedió a Lázaro, en el banquete de los Epulones de nuestro mundo.
Al ver las imágenes de Haití he sentido la misma sensación y me ha parecido que un grito desgarrador ha taladrado la tierra entera. Pero este grito ha sido como una trompeta apocalíptica en la que ha resonado todo el dolor acumulado en las montañas de cuerpos, pies, brazos de niños, ancianos y amasijos de carne sin edad. Pero lo más que se ha de clavar en nuestra conciencia es que ese grito conduce a otro grito que durante muchos años ha estado apagado en millones de gargantas retorcidas por el hambre y la miseria. El grito de Haití nos pone en carne viva no sólo el dolor de estos días, sino el dolor que estaba oculto, detrás de esa masacre y que seguirá cuando se recojan los cadáveres, se entierren los muertos y los escombros se conviertan en guaridas de ratones. Es el grito que tiene que despertarnos frente a los millones de personas que mueren de hambre entre las que Haití es el exponente máximo en el mundo entero. Los millones de moribundos que se arrastran por las tierras africanas, los miles de emigrantes que pasan a ser carnaza para los peces en el fondo de los océanos, los amplios sectores que están bajo el temor permanente de las armas, los millones de ojos que miran a nuestras mesas abundantes desde el chaplón de la puerta, como le sucedió a Lázaro, en el banquete de los Epulones de nuestro mundo.
Haití lo hemos de sentir no sólo como un grito esporádico con fecha y hora exacta, sino el grito que como un puñal se clava en el mismo corazón de la humanidad hasta que hagamos frente a esta catástrofe mundial macerada por los siglos y se pongan en funcionamiento las soluciones que se pueden dar pero que los intereses del resto del mundo taponan esa boca desencajada para que quede bajo la sordina del bienestar.
Metz habló de cómo hacer teología después de Auschwitz. Tendríamos que preguntarnos como hacer teología, filosofía, arte, reflexión, política después de Haití.
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