Herbert Marcuse, La dimensión estética. Crítica de la ortodoxia marxista, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007.
El arte, instalado en la vorágine del mercado global, ha dejado de ofrecer resistencia a la racionalización económica, traicionando así su carácter separado y alternativo respecto de la mera facticidad del la historia. Las fauces de la cosificación productivista de la existencia cotidiana propenden a anexionarse y agotar todo “aquello” (en la lejanía) que es el arte. La cuestión no dista mucho de ser análoga a la decrepitud política y espiritual actualmente vigentes, lo cual da que pensar. En el fondo de la idolatría colectiva está la incapacidad de simbolizar, de concebir la realidad más allá de la mera inmanencia.
La espectacular puesta en escena de la industria cultural del capitalismo –pues no toda industria cultural ha de ser negativa, como supo ver Benjamin en su artículo sobre la reproductibilidad técnica– ha revertido en el desahucio de la altísima complejidad epistémica inherente a las formas artísticas y su contenido de verdad; una falsa autonomía –muy deseada como coartada de la disolución de lo artístico en mercancía– deambula inerme por las salas de arte de este mundo. La instrumentalización sin escrúpulos del arte al servicio del sistema (de un concepto econonomicista del hombre) tiene que ver con el enigma formal y el efecto netamente negativo e improductivo instaurados por la revelación artística en tanto que cuestionadora de la totalidad social vigente.
El filósofo alemán Herbert Marcuse (autor de El hombre unidimensional, discípulo de Martin Heidegger y miembro activo de la primera generación de la Escuela de Frankfurt junto a Adorno, Benjamin, Bloch, Horkheimer, Lowenthal, Pollock, etc.) escribió en 1977, poco antes de morir, un pequeño volumen ahora publicado en castellano y titulado La dimensión estética. Crítica de la ortodoxia marxista (Biblioteca Nueva, 2007). En él, el autor indaga, inspirado por la filosofía de Adorno, en la dimensión estética de la razón y el conocimiento. Su propósito está en criticar, como el mismo título refiere, a la ortodoxia marxista que pretende subsumir el arte bajo una racionalidad omniabarcadora, bajo una aleación conceptual que comprende la experiencia subjetiva (y así la experiencia estética) como un átomo o trasunto de una razón superior, la razón de la Historia o del Estado.
Para erigir su cuestionamiento el autor va a poner en marcha una serie de reflexiones que, si bien parecieran ser archiconocidas por el público occidental, hoy en día están más ausentes que nunca. Lo cual se hace evidente en las lecciones inofensivas de la crítica literaria y artística actuales, tan erráticas como incapaces de asumir una noción de arte que no se someta al conocimiento representativo-conceptual por sobre la intuición en tanto que desborde de la comprensión.
La tesis del filósofo es la siguiente: el marxismo ortodoxo, de corte cientificista, concibe el arte (paradójicamente al igual que el capitalismo) como un instrumento ideológico con fines hegemónicos, inhibiendo la densidad poética de la forma estética, es decir, coartando la autonomía constitutiva del arte y su oposición originaria a la sacralización de “lo efectivamente dado”. De la obsesión de la ortodoxia marxista por el realismo, donde se dice que “el contenido revolucionario y la calidad artística tienden a coincidir” (lo cual no hace justicia a los criterios de Marx y Engels), Marcuse infiere el ocaso de las posibilidades emancipatorias del arte, así como la negación de su derecho a existir como arte.
El arte revolucionario, señala Marcuse, no tiene porqué identificarse necesariamente con su contenido ideológico. Pues el arte puede revelar su pleno sentido revolucionario sólo “como contenido convertido en forma”. Esa formalidad radical es lo que, a juicio del autor, ha de asumir el arte para intensificar su capacidad “subversiva de la percepción y comprensión, una denuncia de la realidad establecida, la manifestación de la imagen de la liberación”. Sólo la adscripción cualitativa de la forma podrá negar la identidad de la sociedad represiva. Señala Marcuse: “La renuncia a la forma estética priva al arte de la forma merced a la cual es capaz de crear esa otra realidad dentro de la establecida –el universo de la esperanza”.
Así pues, la categoría estética, ahora en un plano formal no necesariamente realista, y la tendencia política, se hacen indisolubles. Pero el filósofo alemán no es tan ingenuo como para no dejar de problematizar la ambivalencia de los conceptos de belleza y autonomía, constantemente amenazados de integración por los dictados de la sociedad administrada, buscadora insaciable del consuelo compensatorio, de la catarsis conciliadora en tanto que experiencia conservadora finalmente aliada del conformismo y el olvido: “Olvidar el sufrimiento y la alegría pasados alivia la vida bajo un principio de realidad represivo”.
Contra la represión del sujeto y la prolongación indefinida del sistema vigente como aniquilación del Eros estético, Marcuse afirma que “la autonomía del arte contiene el imperativo categórico: ‘las cosas deben cambiar’”. Ante todo, porque “la memoria constituye el fundamento sobre el que siempre se ha originado el arte –la memoria, la necesidad de suscitar imágenes de ‘lo otro’ posible”. Para Herbert Marcuse, como para su colega Ernst Bloch, la potencialidad epistémica de “lo otro” expresado por el arte es metahistórica “en tanto que trasciende cualquier situación histórica determinada”. La memoria estética es memoria erótica, recuerdo del plano intersubjetivo de la fecundidad amorosa que irrumpe contra cualquier tipo de totalidad impositiva. La virtud política del Eros estético, su poder cognitivo, habrá de despertar en el sujeto la eminencia de lo heterogéneo, de una no identidad que le impida regresar a sí mismo, a su singular, como contrapartida de la cosificación de la vida. Esa transgresión semántica que va implícita en las formas estéticas es, para Marcuse, imaginería de liberación. Aquí el arte combate la cosificación “haciendo hablar al mundo petrificado, cantar y acaso danzar”.
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