por Fernando Herrera
Puede decirse que el Cortázar más revelador y original es aquél que rompió moldes, el escritor cada vez menos interesado en los límites existentes entre los géneros literarios, en la subdivisión ordinaria y académica de la literatura. De la prosa a la poesía y de la poesía a la prosa, la escritura cortazariana nos convence, como decía el propio autor, de que ambas tendencias “se potencian recíprocamente”, alumbrando una expresión situada en la tensión del claroscuro, en la ingenuidad de un decir que da voz a su inconsciente y navega sin finalidad con la mano por única brújula. Cortázar buscaba la provocación y el colapso de los géneros establecidos y con ese objetivo trabajó sus álbumes y almanaques, de Último Round a La vuelta al día en ochenta mundos. A partir de Historias de cronopios y de famas (1962) será habitual la inclusión de poemas en sus libros. Pero el grueso de la obra poética del argentino, titulada Salvo el crepúsculo, y ahora publicada en su versión definitiva, quedaría inédita hasta poco después de su muerte en 1984. En esta nueva edición se incorporan por primera vez las correcciones manuscritas que el autor incluyó a última hora en las doscientas ochenta páginas del original, y se subsanan errores heredados en todas las ediciones existentes hasta el momento.
En el que es su libro más importante y voluminoso de poesía, el Cortázar erudito, moderno y europeizante, conocedor de los presocráticos y de la obra de John Keats, se mezcla con el compadrito arrabalero, con el aventurero, con el sentimental y el surrealista capaz de improvisar y alentar la irrupción de lo insólito en lo cotidiano, del humor, de lo grotesco en el verbo. Tal como ocurre en su narrativa, plagada de anécdotas invadidas por un fondo inquietante e irracional, por extrañas ceremonias que nos llevan a otro tiempo y a otra dimensión de la realidad, la poesía de Julio Cortázar querría habitar el mundo ideal e imaginario del que proviene. Pero esa herencia romántica y vanguardista tiene en el narrador y poeta porteño un seguidor excéntrico y no menos escéptico, un melancólico que, tras caer en la cuenta de la imposibilidad de “restaurar” la “Edad de oro”, termina jugando al fútbol con una lata de refresco en un callejón. Su libro sobre Keats, narración biográfica y comentario sobre la teoría poética del poeta inglés, permite entender el rescate que hace Cortázar de elementos decimonónicos, que en su estética quedarán atravesados por una suerte de abajamiento vital.
El entusiasmo que a Cortázar le provoca la poética de John Keats se revela sobre todo en una célebre idea desarrollada por el poeta anglosajón en una carta de 1818. Allí Keats expresa una de las claves de la poética contemporánea europea: la declaración de que el poeta “carece de identidad”, que no tiene un yo fijo, monolítico, sino que es alguien invadido por la experiencia límite de lo poético, es decir, por el lenguaje y su carácter trascendente o interpersonal. En Cortázar, esta posición de no-identidad supone la contaminación práctica de la escritura con materiales extraños al código poético. Lo paradójico es que el concepto de literatura que manejaba el autor suramericano jamás se atuvo a la solemnidad propia del romanticismo. En ese sentido la poesía de Cortázar se convierte en un collage donde tienen cabida el romanticismo y el surrealismo, la filosofía y la mitología, el tango, el jazz, Buenos Aires y París, referencias literarias y culturales, la cita y la parodia dadaísta posada sobre textos tradicionales. El estado ambulatorio de constelaciones mentales y sentimentales, el vagabundeo extático y nocturno por la ciudad, dan forma a un lenguaje que tiene en la relación privilegiada de apertura a un más allá del mundo ordinario una de sus constantes. La cotidianidad, en la cosmovisión cortazariana, es un evento extraordinario, digno de la mayor atención. Su escritura, así, conforma una expresión ejemplar, por fenomenológica, del estado imaginario de la conciencia, del “sueño diurno” que analizara Ernst Bloch en El principio esperanza.
Salvo el Crepúsculo incorpora un buen número de prosas que pueden funcionar perfectamente como poéticas, destellos teóricos en los que el autor expone su visión de las letras. En uno de ellos escribe: “Ahora que lo pienso, cuando tenía veinte años la evocación de un emperador romano me hubiera exigido un soneto-medallón o una elegía-estela: poesía de lujo como se practicaba en la Argentina de ese tiempo. Hoy (podría dar los nombres de quienes opinan que es una regresión lamentable), el ronroneo de un tango en la memoria me trae más imágenes que toda la historia de Gibbons”. Ese “ronroneo de un tango” evoca sin duda el espíritu popular que nada tiene que ver con el linaje academicista: “Cada vez somos más los que creemos menos / en la utilización del humanismo / para el nirvana estereofónico / de mandarines y de estetas”. La cultura popular y sus reminiscencias emancipadoras hicieron posible, entre los más destacados narradores latinoamericanos, de Lezama Lima a García Márquez, de Rulfo a José María Arguedas, exceder la codificación estética establecida en aras de un mayor grado de conflictividad y amplitud artísticas. Como ejemplo, el poema “Milonga”, incluido como letra en Veredas de Buenos Aires, disco con música de Edgardo Cantón e interpretación del Cuarteto Cedrón, propone: “Y extraño las esquinas con almacenes / dormilones / donde el perfume de la yerba tiembla en la / piel del aire”.
Habremos de preguntarnos entonces por la vigencia de Cortázar, por el trato que el tiempo le ha dispensado, por la potencia y el alcance de su imaginación. En ese sentido, su escritura resulta privilegiada en tanto no deja de esconder nuevas lecturas y, en consecuencia, nuevos lectores. Situada entre este mundo y el mundo sumergido, entre la razón y la imaginación, la obra del escritor argentino nos despierta una convicción: nada es lo que parece, y la mirada más lúcida es la mirada intempestiva.
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