Ante una política reducida a espectáculo o a comentario sobre el relevo de supuestos líderes, es imprescindible plantear una y otra vez qué entendemos por democracia. Ahí son de gran ayuda los análisis de Jacques Rancière, recogidos en su libro El desacuerdo. Política y filosofía (Buenos Aires, 1996). Frente a la retórica de la corrección política, uno de sus objetivos es recuperar la noción de democracia, que habría sido secuestrada por el pensamiento aristocrático. El propósito es mostrar, citas en mano, que la línea clásica de la concepción filosófica de lo político consiste en su negación, la neutralización del litigio libre y su sustitución por un orden jerarquizado.
Según su lectura de Aristóteles, lo contrario de la democracia es aquel gobierno que establece una identidad perfecta entre quienes gozan de privilegios —ricos o virtuosos— y quienes gobiernan. Su ejercicio del poder se fundamenta en una división social de lo sensible, es decir, de la palabra y el tiempo. Por un lado están aquellos que pueden hablar un lenguaje rico e inteligible y disponen de tiempo para participar en la asamblea. Por otro, aquellos que se han visto privados del acceso al lenguaje requerido para intervenir en el debate público y del tiempo necesario para ello, pues se encuentran sujetos por entero a labores manuales.
El derecho a la palabra y al tiempo define el campo visible del poder. La división de lo sensible legitima la identificación del ciudadano y su opuesto. Y ello de tal modo que lo ventajoso para el superior tiene la pretensión de aparecer como bueno y justo para todos. No extraña que esta crítica al reparto desigual de la palabra recuerde a la pedagogía liberadora de Lorenzo Milani. El propio Rancière dedicó un libro importantísimo a la educación, su obra sobre Joseph Jacotot, El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual. Sería de gran interés estudiar sus coincidencias con el maestro y sacerdote de Barbiana.
Según Rancière, la democracia es el intento de romper la división de lo sensible a través de la apuesta por el poder de cualquiera, por los don-nadie. El movimiento democrático consiste en el intento de establecer la igualdad perdida entre los hombres por el mero hecho de serlo. El partido de los sin-parte, dice Rancière, expresa el sentido de la democracia como anti-elitismo. La democracia tendría poco que ver con todas esas formas del gobierno de los prominentes, de los que hoy como siempre se consideran «la» sociedad cuando se dice que alguien «fue presentado en sociedad».
Para Rancière la desestabilización de la identidad que significa la aparición de los sin-parte es la política como tal: «la política existe allí donde la cuenta de las partes y fracciones de la sociedad es perturbada por la inscripción de una parte de los sin-parte». Su contrario es la mera administración del poder y el control de la división social. Hoy la llamamos «gestión». Los movimientos democráticos, si lo son, combaten siempre las estrategias de exclusión. Arrancan márgenes de visibilidad para los rechazados. La totalidad dueña y señora del orden es cuestionada entonces por una fuerza que no reproduce las formas anteriores de exclusión. Por eso quienes critican la identidad excluyente del todo social atraen sobre sí el «odio a la democracia». Por ejemplo, los discursos más conservadores sobre la situación de la escuela, que abogan por premiar el «mérito individual», la competitividad y el fomento de la red privada, expresan este nuevo odio.
Esta idea de democracia va unida a otro modo de comprender la universalidad. No se trataría de repetir como un papagayo que «todos somos iguales». Esa universalidad olvida las injusticias concretas que abundan por todas partes. Se trata de partir de la experiencia real de la exclusión, del movimiento concreto que busca desactivarla. Los sin-parte, el demos tienen la clave de una universalidad que no encubra la injusticia. Ése es el asunto de la democracia.
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