Por Daniel Barreto
Es moneda corriente entre los adjetivos que identifican a la izquierda el de «progresista». ¿Cabe preguntarse por lo que presupone esta palabra en política? ¿O se trata de un uso vacío que perdió su vínculo con la idea de progreso? Claro que no queda sólo como mera seña de identidad. El sentido pervive implícito en juicios del tipo «es increíble que todavía en el siglo XXI suceda esto» o «parece mentira a estas alturas de la historia…»
Plantear esas cuestiones no busca contribuir al descrédito de la distinción izquierda/derecha; antes bien, la retórica de un vago centro ideológico o el mito de la «buena gestión» hace más necesaria que nunca la reivindicación de la diferencia entre ambas posiciones, sobre todo por el bien de las exigencias de justicia y solidaridad.
Como se sabe, la ideología del «progreso» le viene a la izquierda de la Ilustración. La fe optimista en la razón proyectaba una mejora paulatina y segura de la historia hacia la emancipación humana. Avance lineal y encadenamiento causal de los hechos camino de una supuesta evolución irreversible. La expresión central de esa idea fue de entrada la creencia en la bondad intrínseca del avance científico-técnico, que estaría al servicio de la humanidad. Todo iría a mejor necesariamente, pues el mecanismo está en marcha.
Ahora bien, este progreso no tarda en mostrar su lado oculto como despersonalización y justificación de la violencia. Si lo mejor de la historia se halla hacia adelante, si la emancipación viene obligatoriamente después, las pérdidas y los sufrimientos «colaterales» aparecerán como si fuesen legítimos. La ideología del progreso acabará justificando entonces los crímenes que la historia deje tras su paso. Pero son esos crímenes, el continuo de catástrofes del siglo XX y nuestro tiempo los que deslegitiman la ideología progresista. La historia no ha sucedido así.
Ante esto, no se trata de negar que la sociedad pueda mejorar, sino de indicar cómo la creencia en el progreso se volvió muy pronto un esquema básico de las justificaciones del dominio, la exclusión y sobre todo el olvido de sus víctimas. Hoy el gran relato de la globalización se alimenta de la ideología del progreso, que viene a coincidir con el objetivo único de acumular y concentrar riquezas, dejando fuera cualquier otro aspecto de la vida social. Recordemos que llaman «atrasados» a los países pobres para encubrir con el sueño del desarrollo las causas políticas e históricas ―presentes― de la pobreza.
La ideología del progreso, paradójicamente, se identifica mejor con las fuerzas de la mundialización neoliberal. Y creo que a la izquierda social (pues la partidaria parece a años luz de ello) le toca hacerse cargo de la crítica al progresismo hecha por Walter Benjamin en los años treinta, sobre todo en uno de los textos filosóficos más importantes del sigo XX, las Tesis sobre el concepto de historia. Para Benjamin, la resistencia al fascismo que avanzaba en Europa no pasaba por ponerse de parte del progreso, sino por arriesgar una llamada a parar las máquinas.
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