La relación entre educación y democracia es central. El modo de comprender la democracia se expresa con claridad en las decisiones políticas sobre educación. Basta echar un vistazo al debate del pacto educativo entre los partidos políticos. Así, el portavoz de educación del PP en el Congreso, J. Gómez Trinidad, declara: “en el bachillerato se debe adquirir la cultura media de la clase media” (El País, 14 de febrero del 2010). Esta afirmación condensa una particular visión de la relación entre educación y democracia. Vale la pena analizarla.
Para empezar, de su afirmación se deduce que hay una cultura propia de la clase media a la que no accederán los alumnos que sólo cursen la ESO. La cultura se dividiría entonces por clases sociales. Según el portavoz de educación del PP, pertenecer a la clase media, es decir, mantener un determinado estatus económico, requiere correspondencia con el grado de formación. Causa asombro esta claridad con la que se traza una línea divisoria en el acceso a la cultura. Esa división social y cultural se asume como si fuera natural: “Un chaval de la ESO no tiene por qué salir conociendo las estructuras políticas o una profundización de la historia que sí se tiene en el bachillerato”. Después del estupor, antes estas declaraciones, habría que preguntar: ¿Qué sucede con quienes no van a bachillerato? ¿Se asume que habrá ciudadanos que no conozcan mínimamente las estructuras políticas? ¿Cómo llama a la clase que está debajo de la clase media y qué cultura le corresponde? Este político del PP da por hecho que esos conocimientos están destinados a un grupo social y no a todos los ciudadanos.
Más allá de ser de izquierdas o de derechas, la pregunta aquí es: ¿cómo encaja esto con el ideal democrático? El proyecto ilustrado está basado en aspirar a extender la autonomía del hombre. Kant lo llamaba la “mayoría de edad” de la humanidad, es decir, la posibilidad de servirse críticamente de la propia razón sin tutelas. Ser ciudadano de una democracia implica igualdad para participar autónomamente en los asuntos públicos. ¿Cómo va a darse ésta si se presupone que el sistema educativo no garantiza el conocimiento de la realidad política a todos los ciudadanos? Si la educación no conlleva ayudar a pensar críticamente por uno mismo y a participar responsablemente en la vida pública, entonces, ¿cuál será su sentido? ¿Reproducir la relación entre clases y acceso a la cultura? Eso es lo que dicen melancólicamente las teorías de la reproducción de Pierre Bourdieu y otros sociólogos de la educación. Pero, a pesar de todo, hay conquistas de igualdad en la educación que son irrenunciables. La reproducción de las desigualdades no es perfecta. Es necesario reivindicar todos aquellos mecanismos que quiebren las formas de segregación y restricción de acceso a la cultura y el conocimiento en el sistema educativo. Lo que se juega es la idea de democracia. Ésta existe si está formada por ciudadanos capaces de cuestionar el mundo en que viven y de intervenir en él para mejorarlo. Si aceptamos como un destino natural la división social de la cultura y su correspondencia con el nivel económico, perdemos de vista el meollo del proyecto democrático. Y no sólo eso. También corre peligro algo más profundo en el modo de entender las relaciones humanas.
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